sábado, 6 de marzo de 2021

DOS DÉCIMAS Y UN OVILLEJO QUE TENÍA POR AHÍ

I.

CUANDO JUGABA...

Futbolista sin valía,
se me mostraba el partido
mal desde el primer pitido,
ni por la banda corría.
Sin ver casi portería,
perdiendo mucho el balón,
jamás salí campeón.
Pero marqué alguna vez
yendo de número diez,
en tercera división.




II.

El néctar de la existencia
es cada vez más amargo,
dónde hallar un "sin embargo"
que apacigüe la carencia,
cuando el suelo es abstinencia
para cualquier ilusión,
y el cielo, un gran lamparón
de luz blanca y deprimente,
como un frío fluorescente
de oficina o de estación.




III.

Ni hablar de hacer osadías,
mis días
enfermos en el diván,
están,
luchando contra detritos
malditos.
Por mas que recurra a ritos
de psiquiatra o de hechicero,
en este orbe traicionero
mis días están malditos.

 

BELARMO DE CA.MANOLO

(Una historia de mi pueblo, de cuando mi abuelo era niño y que me contaba cuando el niño era yo).


Allá por la Magdalena,
cuando las fiestas del pueblo,
en el año catapún,
según contaba mi abuelo,
entre todos los feriantes,
tarambanas y tenderos,
una atracción nueva vino
que a todos dejó perplejos.
Un hombre muy trajeado,
que decía ser de Oviedo,
presentaba un artilugio
tan extraño y tan moderno
que hasta el más espabilado
se quedaba boquiabierto.
Parecía como magia
lo de aquel gran instrumento;
«qué adelantos existían
en esos mundos de lejos»,
comentaban los vecinos
ante aquel grandioso invento.

Por la romería andaba
Berlarmo, de Ca.Manolo,
un hombre de aquellos tiempos,
tan calvo como estrambótico.
Acostumbraba llevar
siempre calado un buen gorro,
ya fuera por San Esteban
o por la Virgen de Agosto,
no para guardar la calva
sino por no quedar tonto,
pues decía que escapaban
las ideas sin el gorro.
También contaba de aquél
que le parecía bobo
que era «un hombre de ramal»,
por tener que guiarlo en todo,
como el burro con la rienda,
que no sabe ir nunca solo.
No le faltaba el ingenio
y cierta razón tampoco.

La cosa es que ya de noche,
paseando por la fiesta,
tuvo el bueno de Belarmo
un repentino problema.
Entre tortas y empanadas
y el vino de la taberna
en su estómago sonaron
mil tripas pidiendo guerra.
Las ganas de hacer de vientre
("cagar", mi abuelo dijera)
pronto se hicieron tan grandes
que casi olía la mierda,
así que allí, en una esquina,
cerca de la plazoleta,
se apañó para obrar
sin que ninguno lo viera.
Y por la Santa Patrona,
¡Virgen de la Magdalena!,
nunca tal alivio tuvo
como echando aquello fuera.

Iba a marcharse Belarmo,
pero, al ver allí su masa,
tuvo miedo de que alguno
por descuido la pisara
y decidió recogerla
de forma civilizada,
pues, sin duda, era aquel hombre
persona bien educada,
que estudió con Don Antonio
en las escuelas de Luarca.
Y a falta de mejor cosa
resolvió envolver la plasta
en un pequeño cartón
que cerca tirado estaba,
y con un cordel de esparto
que tenía, luego atarla,
quedando como si fuera
un paquete o una caja,
tan bien hecha que era tal
como de algo que comprara.

Caminaba por la fiesta,
con su paquete, Belarmo,
y por miedo a que rompiera
lo llevaba con cuidado,
muy separado del cuerpo,
estirando bien el brazo,
como si fuera ofreciéndolo
(¡pues mira tú qué regalo!).
Pasó entonces frente al puesto
de aquel hombre trajeado,
que decía ser de Oviedo
entre aquellos aldeanos,
y mostraba a todo el mundo
su magnífico adelanto,
un invento que asombraba
hasta al más espabilado.
Y hete aquí que finalmente
era el producto-milagro
una convencional pesa
«pa`todo poder persarlo».

El vendedor le pedía
a las gentes que las cosas
que llevaban le dejaran
para mostrarles que todas,
sobre la pesa, su peso
daban cual reloj la hora.
—¡Vengan, vengan por aquí!
¡Señor, acerque esa bolsa:
mire, tres kilos y medio!
¡Traiga la suya, señora!
Y en medio de aquel bullicio,
Belarmo, de repente, nota
que el vendedor va y le quita
la caja con su «compota»
para mostrarle lo bien
que su gran pesa funciona.
Pero, apretado el cartón
entre sus manos ansiosas,
se abrió de pronto el paquete
con su carga tan hedionda.

Se desparramó la mierda
entre los dedos solemnes
del vendedor trajeado
y hasta salpicó sus lentes,
se le expandió por la cara,
descendió por sus mofletes
y el mismo traje quedó
manchado irremediablemente.
—¿Pero qué clase de loco
lleva —gritaba entre pestes—
sus inmundos excrementos
guardados en un paquete?
¡Qué pueblo de desquiciados,
qué asqueosa es esta gente,
me voy y les juro que aquí
nunca volverán a verme!
Y el vendedor se marchó
con su pesa echando leches,
rieron muchos y la fiesta
continuó, pese a quien pese.

Sobre Belarmo, mi abuelo
no supo contarme más
—aunque seguro que habría
muchísimo que contar—,
solamente que, ya anciano,
mas todavía cabal,
se murió cuando la guerra
de una tos que curó mal,
quien sabe si por quitarse
el gorro para lavar,
aunque las ideas nunca
le lograron escapar:
muy enfermo y en la cama,
no dejaba de explicar
que veía alrededor,
sobre todo en la ciudad,
pocas gentes con cabeza
que la supieran usar,
y sin embargo, abundancia
de los «hombres de ramal».